Se ha dicho repetidas veces en nuestra literatura que el sacrificio de Cristo no es un acontecimiento que, empezando en el Gólgota, fuera efectuado en unas cuantas horas de una vez y terminado. No, nada de eso, sino que los nacimientos místicos y muertes del Redentor son continuas ocurrencias cósmicas. Podemos, por lo tanto, decir que este sacrificio es necesario para nuestra evolución física y espiritual durante la presente fase de nuestro desarrollo. Según se aproxima el nacimiento anual del niño Cristo, se presenta un siempre joven, un siempre nuevo tema de meditación, del cual podemos aprovecharnos dedicándole una oración, que pueda encender en nuestros corazones, una luz nueva para guiarnos por el sendero de la regeneración.
El inspirado apóstol nos dio una maravillosa definición de la Deidad cuando dijo: "Dios es luz" y por lo tanto, la "luz" ha venido siendo usada para ilustrar la naturaleza de lo divino en las enseñanzas Rosacruces, especialmente, respecto al misterio de la Trinidad en la Unidad. Se enseña claramente en las Santas Escrituras en todos los momentos que Dios es uno e indivisible. Al mismo tiempo vemos que al igual que la luz blanca se refracta en tres colores primarios, rojo, amarillo y azul, así también Dios aparece en un triple aspecto durante la manifestación, por el ejercicio de las tres divinas funciones de "creación, preservación y disolución".
Cuando Él ejercita el atributo de la "creación", Dios se nos aparece como Jehová, el Espíritu Santo. Entonces es el Señor de la ley y la regeneración, y proyecta el principio solar fertilizante "indirectamente" a través de los satélites lunares de todos los planetas, donde es necesario, para proveer cuerpos para los seres evolucionantes.
Cuando Él ejercita el atributo de la "preservación" con el propósito de sustentar los cuerpos generados por Jehová bajo las leyes de la Naturaleza, Dios se nos aparece como el Redentor "Cristo", e irradia los principios del amor y regeneración "directamente" dentro de cualquier planeta en el que las criaturas de Jehová requieran su ayuda para desprenderse de las redes de la mortalidad y egotismo con objeto de alcanzar el altruísmo y una vida de desinterés.
Cuando Dios ejerce al atributo divino de la "disolución", Él se nos aparece como "El Padre" que nos llama hacia nuestro hogar celestial para asimilar los frutos de la experiencia y del desarrollo del alma que hemos cultivado durante este día de manifestación. Este solvente Universal, el rayo del Padre, emana del Sol Espiritual Invisible.
Estos procesos divinos de creación y nacimiento, de preservación y vida, y de disolución, muerte y retorno al autor de nuestro ser, los vemos en todas partes a nuestro alrededor, y reconocemos el hecho de que son actividades del Dios Trino en manifestación. Pero hemos concebido alguna vez que en el mundo espiritual no hay sucesos definidos, estáticas condiciones; que el principio y el fin de todas las aventuras y todas las épocas se hallan presentes en un eterno "aquí" y "ahora". Desde es seno del Padre hay un derramamiento eterno de la esencia de los seres y de las cosas, que penetra en los reinos del "tiempo" y del "espacio". Allí gradualmente se cristaliza y se hace inerte, necesitando de la disolución para que pueda dar lugar y dejar espacio para otras cosas y otros eventos.
No hay escapatoria para esta ley cósmica y conviene a todas las cosas en el reino del tiempo y del espacio, el rayo de Cristo incluso. Al igual que el lago que se vierte por sí solo en el océano, se vuelve a llenar cuando el agua que le dejó se ha evaporado y vuelve a él en forma de lluvia, para correr otra vez incesantemente hacia el mar, así el espíritu del Amor nace eternamente del Padre, día tras día, hora tras hora, corriendo sin fin dentro del Universo solar para redimirnos del mundo de materia que nos aherroja con su garra mortal.
Ola tras ola y de este modo impelido desde el Sol hacia todos los planetas dando un rítmico anhelo a las criaturas que allí evolucionan.
Asimismo en el más literal y verídico sentido de la palabra "un Cristo recién nacido" que nosotros ensalzamos en cada fiesta de Nochebuena y Navidad es el acontecimiento anual más destacado para toda la humanidad, ya lo comprendamos o no. Esto no es meramente una conmemoración del nacimiento de nuestro amado Hermano Mayor, Jesús, sino también de la vida del rejuvenecedor Amor de nuestro Padre Celestial, enviado por Él para redimir al mundo del cepo mortal del invierno. Sin esta nueva infusión de vida y energía divina, pronto pereceríamos físicamente y nuestro ordenado progreso se frustraría, por lo menos en cuanto concierne a nuestras presentes líneas de desarrollo. Este es un punto que debemos esforzarnos por concebir plenamente con objeto de que podamos aprender a considerar la Navidad tan sutilmente cuanto nos sea posible.
Nosotros podemos aprender una lección en este respecto, así como en otros muchos, de nuestros hijos o de las reminiscencias de nuestra niñez.
¡Con cuánto ardor y celo esperábamos la aproximación de la fiesta! ¡Cuan vehemente esperábamos la hora en la que deberíamos recibir los regalos que sabíamos nos habían de traer los Reyes Magos, el bienhechor universal misterioso, que nos traía los juguetes! ¿Qué hubiera pasado por nosotros si nuestros padres nos hubieran traído las desmembradas muñecas y los tambores rotos del día anterior? Seguramente hubiéramos sentido como si una dolorosa desgracia se cerniese sobre nosotros y una profunda sensación de confianza o esperanza fallida se hubiera apoderado de nosotros, la cual aun el tiempo hubiera curado difícilmente; pues bien, todo esto hubiera sido nada, comparado con la calamidad cósmica que hubiese caído sobre la humanidad, si nuestro Padre Celestial deja de disponer el recién nacido Cristo como nuestro regalo cósmico de Navidad.
El Cristo del año pasado no puede salvarnos del hambre física, así como tampoco la lluvia del último año no puede apagar la sed de nuestras tierras otra vez y hacer germinar los millones de semillas que duermen en la tierra, aguardando las actividades germinadoras de la vida del Padre, para empezar su desarrollo; el Cristo del año pasado no puede encender en nuestros corazones nuestras pesquisas hacia la luz y la verdad, así como tampoco el calor del verano pasado no puede calentarnos ahora. El Cristo del año pasado nos dio Su vida y Su amor hasta agotarse sin rasero ni medida; cuando nació en la Tierra la última Navidad, imbuyo con vida a las semillas aletargadas que crecieron y, graciosamente, llenaron nuestros graneros con el pan de la vida física; Él derrochó el Amor recibido del Padre sobre nosotros y una vez que hubo empleado completamente Su vida por nosotros, Él murió en la Pascua para elevarse nuevamente al padre, al igual que el río evaporado asciende hasta las nubes.
Pero eternamente también mana el amor divino y al igual que un padre compadece a sus hijos, así nuestro Padre Celestial nos compadece a nosotros, pues Él conoce nuestras dependencias y fragilidades físicas y espirituales. Por lo tanto, ahora aguardamos confiadamente el nacimiento místico del Cristo de otro año, repleto de nueva vida y amor, enviado por el Padre para preservarnos del hambre física y espiritual que se produciría si no fuera por esta renovación anual.
Las almas jóvenes encuentran dificultades para acostumbrar a sus mentes la personalidad de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo y hay algunas que no pueden amar más que a Jesús, el hombre. Olvidan a Cristo, al Gran Espíritu, quien nos introdujo en una era en la cual las naciones establecidas bajo el régimen de Jehová, serán deshechas, para que la estructura sublime de una Fraternidad Universal pueda ser edificada sobre sus ruinas. Con el tiempo todo el mundo comprenderá que "Dios es un espíritu, que debe ser amado en espíritu y en verdad". Es perfectamente bueno amar a Jesús e imitarle y nosotros no conocemos un ideal más noble y valioso. Si se pudiera hallar alguien más noble, no se hubiera elegido a Jesús para que sirviera de vehículo a aquel Gran Ser, Cristo, en quien moraba la Divinidad. Haremos muy bien
por lo tanto si seguimos "Sus pasos".
Al mismo tiempo debemos exaltar a Dios en nuestras conciencias aceptando la afirmación de la Biblia de que Él es espíritu y de que no debemos hacer de Él ni estatuas, ni pinturas, puesto que no tiene semejanza en cielos ni Tierra.
Podemos ver los vehículos físicos de Jehová rodeando como satélites a los planetas; podemos también ver al Sol, el cual es el vehículo visible de Cristo y, el origen de todo, aparece hasta para los más grandes videntes solamente como una octava superior de la fortaleza del Sol, un anillo de una luminosidad azul-violácea detrás del sol. Pero no necesitamos ver, podemos muy bien sentir su amor y, este sentimiento, nunca es tan intenso como por Navidad, cuando nos hace el más preciado regalo, el Cristo del año nuevo.
del libro "Recolecciones del un Místico", de Max Heindel
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