EL CRISTO RECIÉN NACIDO
Max Heindel
Se ha dicho a menudo en nuestra literatura que el sacrificio de Cristo no fue un suceso que empezó en el Gólgota y que fue realizado en unas cuantas horas y de una vez para siempre, sino que los nacimientos y muertes místicos del Redentor son ocurrencias cósmicas continuas. Podemos, pues, convenir que este
sacrificio es necesario para nuestra evolución física y espiritual durante la actual fase de nuestro desarrollo. Como quiera que el nacimiento del Niño Cristo se está acercando, nos ofrece otra vez un tema siempre nuevo y siempre oportuno de meditación, por el cual podamos aprovecharnos ponderándolo con ánimo de
devoción y de oración, para que pueda crear en nuestros corazones una nueva luz que nos guíe sobre el sendero de la regeneración.
El apóstol nos dio una definición maravillosa de la Deidad cuando dijo que “Dios es luz” y, por lo tanto, la Luz ha venido siendo empleada para ilustrar la naturaleza de la divinidad en las Enseñanzas Rosacruces, especialmente del misterio de la Trinidad en la Unidad. Se enseña claramente en las Sagradas
Escrituras de todos los tiempos que Dios es uno e indivisible. Al mismo tiempo vemos que como la luz blanca que es una, está refractada en los tres colores primarios, rojo, amarillo y azul, así Dios aparece en un aspecto triple durante la manifestación, por el ejercicio de las tres divinas funciones de Creación,
Preservación y Disolución.
Cuando Dios ejerce el atributo de la Creación, Dios se nos aparece como Jehová, el Espíritu Santo; entonces es el Señor de la ley y de la generación y proyecta la fecundidad solar indirectamente a través de los satélites lunares de todos los planetas, donde es necesario el facilitar cuerpos para los seres evolucionantes en ellos.
Cuando Dios ejerce el atributo de la Preservación, con el propósito de sustentar los cuerpos generados por Jehová bajo las leyes de la naturaleza, Dios se nos aparece como el Redentor, Cristo, e irradia los principios de Amor y de generación directamente sobre cualquier planeta donde las criaturas de Jehová
requieren esta ayuda para desenmarañarse de las mallas de la mortalidad y del egoísmo, con objeto de alcanzar el altruismo y una vida sin fin.
Cuando Dios ejerce la actitud divina de la Disolución, se nos aparece como el Padre que nos llama hacia nuestro hogar celestial para asimilar los frutos de la experiencia y del desarrollo del alma almacenados por nosotros durante el día de manifestación. Este Solvente Universal, el rayo del Padre, emana entonces
desde el Sol Espiritual invisible.
Estos procesos divinos de creación y nacimiento, de preservación y de vida y de disolución, de muerte y de retorno hacia el autor de nuestro ser, nosotros podemos verlo por todas partes a nuestro alrededor y podemos reconocer el hecho de que todo ello son actividades del Dios Triuno en manifestación. ¿Pero
hemos comprendido alguna vez que en el mundo espiritual no hay
acontecimientos definidos ni condiciones estáticas, sino que el principio y el fin de todas las aventuras y de todas las edades están presentes en un eterno ahora?
Desde el regazo del Padre hay una eterna irradiación de las semillas de las cosas y de los acontecimientos que penetran en el plano del “tiempo” y del “espacio”.
Aquí se cristaliza gradualmente y se hace inerte, necesitándose la disolución para que pueda haber espacio para otras cosas y otros acontecimientos.
No existe escapatoria para esta ley cósmica, y se aplica a todas las cosas en el reino del “tiempo” y del “espacio”; el rayo de Cristo inclusive. Así como el lago se vacía en el océano por la evaporación y se vuelve a llenar cuando el agua que lo ha abandonado se condensa volviendo a él en forma de lluvia, para fluir otra vez incesantemente hacia el mar, así el Espíritu del Amor nace eternamente del Padre, días tras días, horas tras horas, fluyendo eternamente en el Universo Solar para redimirnos del mundo de la materia que nos aherroja con su cepo mortal. Ola sobre ola es impelido externamente desde el Sol hacia todos los
planetas, dando un anhelo rítmico a las criaturas que en ellos evolucionan.
Y de este modo, esto es, en el sentido más exacto y literal de la palabra, un Cristo recién nacido que nosotros aclamamos al acercarse la fiesta de Nochebuena, y, por lo tanto, Navidad es el acontecimiento más vital del año para toda la humanidad, tanto si nosotros lo comprendemos y concebimos, como si no.
Esta fiesta no es meramente una conmemoración del nacimiento de nuestro amantísimo Hermano Mayor, Jesús, sino que es el advenimiento del rejuvenecimiento del Amor y Vida de nuestro Padre Celestial enviado por Él para redimir al mundo del helado invierno. Sin esta nueva infusión de la Vida y energía
divinas nosotros pronto pereceríamos físicamente y se frustraría nuestro progreso sucesivo, por lo menos en lo que respecta a nuestras líneas actuales de desarrollo. Éste es un punto que nosotros nos debemos esforzar en comprender completamente con objeto de que podamos apreciar debidamente el significado de Navidad, y nosotros podemos aprender una lección en este respecto así como
en otros muchos por nuestros hijos o por reminiscencias de nuestra propia infancia.
¡Cuán vehementes eran nuestros sueños y nuestros anhelos al aproximarse esta fiesta! ¡Cuán ardientemente nosotros aguardábamos la hora en la que debíamos recibir los regalos que sabíamos nos traerían los Reyes Magos, estos misteriosos bienhechores universales que traen los juguetes a los niños todos los
años! ¿Qué hubiera pasado por nosotros si nuestros padres nos hubieran vuelto a dar las muñecas desmembradas y los tambores destemplados del año anterior?.
Seguramente que hubiera caído sobre nosotros una sensación dominadora de desgracia y desconsuelo, que hubiera dejado en nuestros corazones un sentido profundo de desconfianza en nuestros padres, el cual, ni aún el tiempo, hubiera podido cicatrizar. Sin embargo, todo esto no tendría ninguna comparación con la
calamidad cósmica que caería sobre la humanidad si nuestro Padre Celestial dejase de concedernos el nacimiento de un nuevo Cristo regalo cósmico de Navidad. El Cristo del año que entonces termina no nos podría salvar del hambre física, así como tampoco la lluvia del año pasado no podría remojar el suelo otra
vez y fecundar los millones de semillas enterradas en la Tierra y despertar las actividades germinales de la vida del Padre para empezar su crecimiento; el Cristo del año que termina no podría tampoco encender de nuevo en nuestros corazones
las aspiraciones espirituales que nos impelen hacia delante en nuestra encuesta, así como tampoco el calor del último verano nos podría volver a calentar. El Cristo del año que termina nos dio Su Amor y Su Vida hasta el último suspiro sin medida ni límite; cuando nació en la Tierra por la Navidad anterior infundió la vida a las
semillas durmientes que crecieron y llenaron nuestros graneros con abundancia para poder sacar de ellas la nutrición física; Cristo difundió sobre nosotros el Amor que Él recibió del Padre, y cuando una vez hubo agotado toda su vida murió en la época de la Pascua de Resurrección para ascender de nuevo al Padre, así como
el río, por evaporación, se eleva al cielo.
Pero eternamente y sin fin mana y se exterioriza el Amor divino, y así como nosotros compadecemos a nuestros hijos, asimismo nuestro Padre celestial se compadece de nosotros, porque Él sabe y conoce nuestra fragilidad física y espiritual. Por lo tanto, nosotros aguardamos confiadamente el nacimiento mística de Cristo todos los años cargado con nueva Vida y Amor que el Padre nos envía,
para socorrernos del hambre y necesidad física y espiritual que acabaría con nosotros sino fuera por este ofrecimiento de Amor anual.
Las almas jóvenes encuentran generalmente difícil el separar en sus
mentes la personalidad de Dios, de la de Cristo y de la del Espíritu Santo, y algunos pueden amar únicamente a Jesús, el hombre. De este modo olvidan a Cristo, el Gran Espíritu, que nos dio una nueva era en la cual las naciones establecidas bajo el régimen de Jehová se romperán en pedazos para que esa sublime manifestación de la Fraternidad Universal pueda asentarse y construirse sobre sus ruinas. Con el tiempo todo el mundo concebirá que “Dios” es un espíritu y que debe ser adorado en Espíritu y en Verdad. Está bien que amemos a Jesús y que le imitemos; nosotros no conocemos ideal más noble, y ninguno es de más valor. Si hubiera sido posible hallar un ser más noble, Jesús no hubiese sido elegido para ser el vehículo de Aquél gran ser, Cristo, en quien mora la Cabeza
Divina. Por lo tanto, nosotros haremos muy bien en seguir sus pasos. Al mismo tiempo debemos exaltar a Dios en nuestras propias conciencias, creyendo la palabra de la Biblia que nos dice que Él es un Espíritu y que no debemos hacer ninguna imagen suya ni en estatua ni en cuadro, porque Él no tiene figura parecida ni en los Cielos ni en la Tierra.
Nosotros podemos ver los vehículos físico de Jehová circulando como satélites alrededor de los planetas; nosotros podemos ver también el Sol, el cual es el vehículo visible del Cristo, pero el Sol invisible, el cual es el vehículo del Padre y el origen de todo, aparece y se representa a los videntes humanos de mayor evolución, como la octava superior de la fotosfera del Sol, un anillo de luminosidad azul violácea detrás del Sol. Pero nosotros no necesitamos ver; nosotros podemos sentir Su Amor y este sentimiento nunca es tan grande como en la época de Navidad, cuando Él nos da el mayor de todos los regalos: el Cristo
del Nuevo Año.
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